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LA GRAN FORMA

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Misa Negra

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  Recordaba los brulotes que trae la pleamar, esas lejanas materias prendidas en la noche, conservadas en la memoria de la noche que oscila y desmenuza, que torna inciertos los efluvios mínimos del recuerdo; se podía respirar el olor intenso del fuego sobre el agua con las certezas de una aparición si no estuviesen tan próximos que tocarlos les destruiría: la llama continuaría ardiendo, aún sumergida, y los escasos paseantes del malecón solo iban  a advertir un chispazo, un aleteo, después un cuerpo que se hunde, un grito y por respuesta el suave balanceo de los brulotes prendidos para evitar que las naves entrasen a los bajíos de la orilla, donde un demonio ciego rezaba en las noches de tormenta, cuando la mar se abre voluptuosa como un niño muerto y de su espesa hambre nace el murmullo de las criaturas que duermen, cuando el pueblo de la piedra y del polvo se entrega también a un sueño bajo y presuroso. La primera mitad del siglo ha resultado un aprendizaje lento para la ciudad, altos paredones de niebla y de sueño, las casonas cubiertas por esa extraña sábana de plantas que duermen al compás de sus moradores y cuando por sus delicados nervios titila el amanecer todo se despereza, los muebles crujen en la soledad de la madera y por las tejas de las casas desciende un suave manantial de lluvia, un humo señorial asciende desde cada cenicero labrado con motivos de tabaquería y es el olor de la ceniza y el espasmo del fogón de leña por los hondos patios de la casona quienes anuncian el día que el gallo no canta; como un hechizo pasan los atroces vendedores de cáñamo y maloja, tragados a su vez por la ciudad jadeante que les llama con su acento hipnótico. Esta es una ciudad llena de muertos. Si usted se detiene junto a los niños que juegan con los aros y los flejes de hierro verá que sus ojos están vacíos, empeñados en ver tan solo la rueda que gira sobre el asfalto y los ojos comulgan con la rueda que se extiende hasta esas señoras que en un acto de aparente vivacidad se hablan las unas a las otras la rara perfección del día y de un balcón al otro, en las calles estrechas, cruzan saludos los que no trabajan por amor al descanso o enfermedades benignas; las fábricas sacuden el tedio del día con un fragor extraordinario y a pequeña escala realizan abluciones al dios que también duerme en lo profundo de los estuarios y de las almas. Usted debe haberse sentido así alguna vez, porque todos estos movimientos son producto del miedo a los portones y a las columnas de las viejas casonas, toda la platería, todo el lujo de esquineros y vitrales y mamparas y veladores y cajas de tabaco y retratos de lienzo amarillo que muestran a los últimos moradores de esta casa la opulencia de otro tiempo que nunca nos pareció vivir, hacen la luz de los vitrales demasiado quieta; por eso advierto una blancura de cráneos, allí donde algo parece no encajar en las conspiraciones de la siesta -ascensión y descenso de un abanico sobre la tarde que se pudre en la bahía-. La ciudad lleva siglos pudriéndose, solo que su enfermedad es interior y engaña a todos con la modernidad de sus avenidas, con sus autos de último modelo, con sus revistas de variedades, con su cosmopolitismo a medias y aun así algo no encaja, la sonrisa nunca es completa, hay algo que los habitantes guardan celosamente bajo los dientes que gritan, festejan y bailan antes que el cuerpo y el cuerpo mismo es un pelele sonriente, agradable y macizo. Sin embargo, mi compadre Chano Pozo nació aquí.

  El solar se animaba de las curiosas solemnidades de la muerte, afuera la ciudad bullía en el hervor del sol pero dentro de los suaves muros la humedad se alzaba como otra pared reptante y todo preconizaba un descomunal velatorio a la hora de la siesta. La siesta mantiene un hechizo peculiar en estas soledades que se animan con el grito del aguador, conversaciones lejanas, rumor del café tardío, una mano que juega sobre el dintel y luego desaparece en el interior del culto, que ya lanza sus primeros movimientos, y nadie acierta a decir de quién era aquella mano que sobrevoló la sala como un arcángel negro, y todos arman el cordón donde los muertos se asilan buscando su reposo y comienzan a girar los hombres trenzados con las mujeres, alguien murmura la letanía que lo emparienta así con el horror que dan las sombras del ñáñigo cuando en la noche grande pasa, golpeando las paredes; su máscara es el San Benito, su arma es una alabarda corta, el hacha doble que recuerda la doble luna atada a un palo fuerte y mágico; los ojos de los animales duermen sobre la roca del hacha, los ojos de la Nada se duermen sobre los ojos que nadie ve del ñáñigo que empieza su danza crepuscular absorto en el cordón que tejen los padres y los abuelos, donde penetran furtivos y cayéndose de los retratos la parentela difunta que de la mano de Oggún llora en la luminosidad de los machetes; el muerto mambí, que tiene el brazo cercenado vomita una oración de agua; la muerta niña se come los trozos de dulce que desaparecen sin hormigas en la profundidad del patio; la mujer santa que oró hasta la inanición cuando los tiempos de Weyler es la dueña de la mano que pasó, como un arcángel blanco, por el techo de la casa. Chano Pozo era conducido hasta el cordón que él descubría como visto a través de un vidrio cóncavo, las figuras giraban curvas, el torso deforme de su padre temblaba por las letanías y las invocaciones, los senos colosales de su madre tapaban al Cristo y al vaso de agua bendita que reposaban en el suelo, los ojos de su hermano no estaban ya entre nosotros sino que penetraban exploradores aquella región que dormía a la espalda de sus cuencas mirándose las ruindades del cerebro, una pradera de reses blandas, el gallo que expulsa una boca por la garganta abierta de un tajo, los ojos de Santa Lucía que enceguecen al que los mira y su hermano gritaba el dialecto, hablaba en lengua, la lengua de la isla y el agua, la lengua ancha y ciega de los caminos hambrientos de sombra y de los árboles que dan frutos de muerte, un amor duro y frío daba sobre los techos, como el sol. La sesión de espiritismo terminó cuando el resto del barrio se entregaba a los baños rituales para recibir la noche.

  Chano Pozo salía entonces hacia L´Funévre -el viejo cabaret que hoy nadie recuerda- después de untarse el perfume que guardaba en un pomo verde.

  Las calles al atardecer se bañaban con una luz nueva, engañosa; sus columnas interminables guardaban por sus fustes algo del ruido que las presidiera por la mañana y estos restos de vida subían por el fuste y llegaban al capitel, dándole un tono oscuro que no era de humedad sino de silencios estrangulados durante su hora mejor. Las calzadas se abrían portentosas y desembocaban en plazas cuyos nombres se han perdido y las propias calzadas se volvieron caminos de muladar; ahora extraños edificios que nunca he perdonado las circundan: la ciudad que Chano Pozo deambulaba aquella tarde ya no existe. Por esto no importan los nombres de las calles, que en otro tiempo el mismo nombre convocaba. ¿Quién no recuerda el Paso de Agua Dulce, o la calzada de Jesús del Monte? ¿Quién no recuerda la profundidad luciferina del Teatro Nacional, los ávidos griteríos de los vendedores, las encarnizadas peleas de los gallos? Yo he olvidado demasiadas cosas, pero nunca al cabaret que desnuca su luz sobre la bahía, con su nombre en francés mal aderezado: L’ Funévre, propiedad de Antoine Groussac.

  La penumbra era el reinado de Groussac y este hombre había escapado de un Buenos Aires marchito, sin saber que iba a resguardarse en un sitio peor; mientras la isla sostuviese en su espalda a L’ Funévre el porteño iba a encontrarse a salvo de un mal augurio que le advirtieron los gitanos de su tierra; detrás del cabaret el mar simulaba dormir mientras descuartizaba los cuerpos de los ahogados y Chano se sentaba, alegre por primera vez en el día, ante sus tumbadoras. Las parejas se gritaban suaves horrores a los oídos cuando el ritmo del be-bop los despertó con un sacudimiento. La gente, como las nasas que los pescadores arrojan, se volvió fláccida y tensa a la vez, la tenue luz se desvaneció aún más y todo alrededor siguió el flujo que brotaba de las manos de Chano Pozo.

  Desde el primer momento el tema escogido le pareció extraño, lo habían traído de Oriente un saxofonista y el segundo trompeta. El arduo be-bop que había aprendido con sus amigos de New York era encajado a la fuerza en el estribillo que parecía de un son, aquella música diabólica que no lograba recordar, que siempre había evitado pues algo dormía en lo tenue del son, cuando su armonía era incompleta producía ese efecto de carencia que a él le recordaba la letanía espiritista de su hermano y cuando se cantaba en tonalidades menores, incluso podía oler la precisión de los cuchillos adivinatorios. Temía aquella música que más disfrutaba tocar; ahora otro ritmo parecía atravesar la sala de baile, un ritmo que no venía de sus manos. Nadie podía advertirlo, pero todos padecían aquel desvarío que asaltaba el tiempo de las parejas, desfasándolas, volviéndose más adentro los ojos con un raro éxtasis que hizo a Groussac tomar lentamente su carabina y vigilar tras la barra el contoneo creciente, indetenible, que las manos de Chano Pozo trataban inútilmente de contener. Los hombres apretaron la carne de las mujeres y las mujeres sintieron el sexo de los hombres junto a su vientre, y un hambre indetenible se apoderó de todos los danzantes. Chano detuvo la orquesta. Advirtió luego del silencio, otra tumbadora, junto al umbral de L’ Funévre.

  Ojos de lobo, ojos de perro, el negro que dormitaba sus manos sobre la tumbadora lo miraba desde otro mundo, un mundo que solo había presentido en las sesiones profundas del solar; los ojos del negro no tenían color porque estaban excavados sobre la carne, quién enviaba aquel hombre a su umbral, qué fuerza impulsaba a la honda noche para arrojar ese esperpento sin rostro que aflojaba el nudo de su corbata, con la parsimonia de quien se encuentra entre conocidos; algo acechaba bajo su piel como si nunca acabara donde los hombres terminan, había algo de trampa, de acecho, de malicia india, que es la más poderosa porque se nos olvidó a todos; Chano siempre tuvo miedo a las efigies de indios que su abuela hizo traer desde Oriente y esa tierra le parecía un mundo vasto e incomprensible, agresivo como las piedras ocultas de los ríos que allí miden siete ciudades de largo, temía a los indios porque la isla estaba llena de indios muertos, pero estos eran reflejos de un pasado demasiado quieto para ser entendido porque la conciencia de lo pasado nunca arraigó en los de la isla, el presente se los llevaba a todos, el futuro estaba en las manos del agua, en la fornicación de los futuros padres, en las bestias sucesivas que dan de comer al arrecife intenso de la isla; su visitante venía del mar o de Oriente, la provincia rumorosa y negra, su visitante venía de sí mismo, como una ola que la noche expulsa. Pero todo ser que es expulsado aspira a volver y nunca retorna solo a su calabozo de tierra, a su ancho sueño de putrefacciones. Chano Pozo comprendió que habían venido a buscarlo; también supo que solo había una forma de impedirlo. La orquesta tocó un son, muy bajo, lo suficiente para que se escucharan las tumbadoras. El duelo comenzó y solo Antoine Groussac los miró con espanto.

  La gente bailaba siguiendo una pantomima que la música no llegaba a expresar, la música asustaba por su claridad, su precisión de instrumento quirúrgico la abría y dilataba en torno a la orquesta y las paredes del cabaret fueron rotas y expelidas hacia el océano; el negro del umbral improvisó una cadencia afro que ya no fue escuchada por el ruido quieto de los mimos. Solo Chano y él veían los órganos internos de la ciudad y actuaban conscientes sobre sus más íntimas fluctuaciones: esa noche murieron jóvenes y nacieron viejos, resucitaron muertos y antiguos árboles cortados amanecieron en el patio secular, hubo asaltos a los manicomios, el polvo de las calzadas se hizo un viento maligno que enfermó a cuantos lo respiraron, un bulto colosal de medusas flotó en la bahía dando aullidos que los perros contestaron y un extraño pez entró por el río para morir frente al Templo Bautista. Las señales del fin se precipitaban a las calles, llamaban a las puertas con una navaja en la mano, rompían los cristales a gritos, tornaban el pan en carne vieja, los aljibes amanecían con un manatí descuartizado, el hocico leve y bondadoso flotando sobre las exclamaciones de los niños. El negro del umbral tocaba con más furia su ritmo; Chano Pozo improvisó con las cadencias de su música más temida: el son oriental. Se vio en un albergue de varios pisos y se dijo: todo es un sueño, ya despertaré. Sin embargo el son continuaba. Su maleta de viaje estaba a su lado. Iba camino a la capital, recordó todos los incidentes de ese día que sucedió hace diez años, pero no le sucedió a él, sino a su tío Alberto.

  Cientos de veces su madre le había contado cómo su tío Alberto fue sorprendido el día de San Lázaro en un albergue casi en ruinas donde solo se escuchaban las voces de los ñáñigos. La tumbadora estaba a su lado. Entonces los sintió al otro lado de la puerta. Ojos de lobo, ojos de perro listos para la salutación a los Reyes de Allá, de la Gran Tierra, a los que duermen sobre el agua y cabalgan las moscas, a los malévolos diablillos de las encrucijadas, a los Ibeyi, San Cosme y San Damián transformados en la intensidad de caballos muertos y elefantes decapitados, templo de costillares celestes, templo de mujeres fértiles como los ríos, el Santo Niño de Atocha transformado por el brazo torcido de una rama bajo la peligrosa sonrisa de los caracoles, en el signo de los caminos cerrados y los caminos abiertos que empuja a su vez las puertas gigantescas del Camino de los caminos, a los veladores de lo profundo y de lo alto, a las divinidades epilépticas que son nube y junco, a las divinidades que se arrancan la cara y el sexo cuatro veces al año, que ahora arrancarán la cara y el sexo de los hombres que el Santo reclama hace años por su olvido y el avance de otras fuerzas. Un centenar de hombres empujaban la puerta de la habitación. Chano Pozo se tapó la cara con las manos.

  Tambores batá cruzaron la nada del sueño y el demonio de la puerta se hundió en el mar.

  Nadie supo de dónde venía la inesperada salvación y Antoine Groussac secó el sudor que le bañaba el rostro, las parejas se dispersaron en largos adioses, la calle permanecía sola, el mar acariciaba la espalda del antro porteño… silencio, un extraño silencio; la ciudad dormía bajo su légamo de sombras, unos pasos lejanos cruzaban la avenida.

  Chano Pozo regresó a su casa amaneciendo. La frase es exacta, pues el país, por ese día, abandonó su enfermedad que al día siguiente brotó de sus alcobas y de sus pueblos angustiosos: una caravana de hombres entraba a la ciudad y traían largas barbas como reyes magos. La multitud los saludaba y el negro llevando sus tumbadoras se confundía en los gritos que nunca le importaron demasiado; supo que una colosal Misa Negra iba a desatarse, los vientos iban a sacar la isla de su eje, pero estas cosas le sucedieron rápidas pues él anunciaba el sol rojo que venía del mar y pronto aquel estruendo iba a ser aplacado y volverían las formas a su antigua consistencia, a su empecinamiento en morir sin llegar nunca a las cenizas. Todo volvía a hundirse en la nada, hasta las putrefacciones modernas.

  Ese día el demonio rezó una oración que hundió siete barcos en el puerto y al llegar a su casa, Chano Pozo descubrió que su hermano había muerto aferrado a los tambores batá de las ceremonias.

 

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